
Lo sintió hurgar en él, con tenacidad brutal. Un malestar difuso comenzó a transitar sus entrañas. Con los ojos vueltos hacia arriba, se retorció una y otra vez, en un vano intento de desasirse. Pero no logró ahuyentar a su enemigo. Aulló. Sintió frío, un frío que brotaba de la oquedad abierta en su pecho. Poco a poco, comenzó a perder las fuerzas. El cansancio amortiguó la sensación ominosa. Se desvaneció.
Sumergido en un sueño confuso, en el que siluetas y colores se deslizaban en una bruma incierta, sólo lograba despertar por breves momentos. Cuando lo hacía, el dolor punzante retornaba. Por fin, amaneció. La herida se había cerrado, pero las cadenas le impedían moverse. Transcurrieron inútiles horas, hasta que la noche regresó, y con ella, el águila. Prometeo se agitó una vez más.
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