
La señorita Luca Macutta jamás hizo daño a nadie. Era experta en despiojar querubines, coleccionaba infartos y vendía almohadas de plumas crepusculares para dar de comer a fakires.
El niño ciego cruza la avenida, lleva a su lazarillo atado a la muñeca. Con los ojos como chicozapotes y más piojos que plumas, el arcángel casposo conduce al pequeño con tal destreza y candor que cualquiera diría que la señorita Macutta regresó a las andadas...
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