
Una señora flaquísima como espiga que avienta el aire, con un cuello de jirafa inquiridora y huesos terminales en un esqueleto a punto de desplomarse, asiste a la iglesia los sábados por la tarde, los domingos en la mañana, en las fiestas de guardar, muy preocupada en salvar su alma, porque sabe ciertamente que a su cuerpo se lo ha llevado el diablo. Casi a diario asiste a la iglesia, la morada de Dios, a sabiendas que el propietario no está en el hogar. Por eso es puntual. Si Dios estuviera verdaderamente en casa, le rebanaría la cabeza de un tajo a la hipócrita, sólo por pretenderse más cristiana que el propio Cristo.
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