
Mademoiselle Leblanc, desde su tierna adolescencia, esperó la llegada del príncipe azul. Fatigaba los días entre las lecciones de francés, que dispensaba a sus alumnos, y las clases de piano a las que acudía, religiosamente, dos veces por semana.
Cierto día, cuando Mademoiselle Leblanc ya había pasado holgadamente la tercera década, el príncipe se presentó. Ella lo miró de soslayo e, inmediatamente, lo rechazó.
¿Cómo había osado presentarse con ese horrible color azul marino cuando ella siempre había esperado ese otro tono delicado, azul Francia?
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