Soñaste con unos ojos que te vigilaban. No te vigilaban; te soñaban y soñaban contigo, soñolientos y voraces de tu carne onírica. No soñaste; vigilabas aquellos ojos, en un momento precioso de temblarte las cejas, provocando un terremoto (¿diríase mejor, visiomoto?) a la meseta que no hay y nunca hubo.
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