Transpiro. Cierro y abro los ojos más de dos veces. Me incorporo, busco objetos que pueda reconocer, y no puedo. Estoy en un cuarto poco iluminado. La puerta tiene una pequeña ranura, en forma de cruz. Me acerco, me asomo, y veo el corredor de un pasillo lleno de espejos. A cada lado del pasillo veo mis ojos reflejados; una suerte de caleidoscopio infinito. Parpadeo lentamente, giro sobre mi; no disfruto la experiencia.
Pienso un instante, vuelvo mis ojos al orificio y veo, ya no el reflejo de mis ojos, sino, el detalle: Mis ojos se han vuelto blancos. Por cada lugar donde miro, veo mis ojos blancos.
Intento volver a la silla donde desperté. Tropiezo una, dos, tal vez tres veces. De pronto, siento una voz, que susurrando me dice “¿Lo ayudo?”
En tal momento, comprendo todo. Mis ojos no son blancos. Mis ojos ya no ven.
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