Si me corto, no sale sangre, sino un montón de tipos pequeños, que se caen al suelo y que a duras penas pueden ponerse de pie. Invariablemente, antes de que se diseminen por la sala, los aplasto apoyando la suela del zapato izquierdo (no sé por qué jamás uso el derecho) sobre la masa semoviente y me quedo contemplando cómo los cuerpos agonizantes supuran humores blancos, vítreos, glaucos, ambarinos. Luego, resentido, intoxicado por la envidia, me dejo caer en el sillón que perteneció a mi abuela y tiendo la mano hacia el cuchillo para repetir la operación, atravesado por una ridícula esperanza.
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