
Te asomás al balcón. El bullicio no te impide descubrirla entre la multitud en el preciso momento en que sube al taxi con su bolso de mano. —¡Alicia!— gritás, pero no se da vuelta. No oye o no quiere oír; últimamente parece distraída.
Cabizbajo, volvés sobre tus pasos. Al alzar la vista, descubrís la nota sobre la mesa de la cocina. “Querido mío: Me voy; vendí la casa. Mañana vienen los muchachos de la mudanza. Por favor no los espantes. Ni a ellos ni a los nuevos dueños; son buena gente. Y no me sigas. Tengo que aprender a vivir sola. Con amor, Lucía”.
Estás dispuesto a cumplir sus deseos; como siempre. Tu traslúcida silueta empieza a esfumarse definitivamente a medida que comprendés lo que eso significa.
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