
Abrió los ojos doloridos como si emergiera por un pozo oscuro. No conseguía respirar. La sangre seca obstruía su nariz y seccionaba su garganta. Descendió, tembloroso, del vehículo. Una bruma baja asediaba el paraje. Miró a su alrededor: reconoció el cuerpo de María, inerte, en la ciénaga. Sólo podía ser un sueño, quizás una maldita pesadilla. Recordaba las risas, la carretera serpenteante, el claxon del camión y aquella luz cegadora. Tal vez había aparcado en el mismísimo infierno, tal vez sobró la última copa. Aterido, sintió frío, le atacó el miedo, un silencio sepulcral antecedió al respiro de la muerte.
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