
Aquella noche del 24 de diciembre no tenía nada que celebrar ni regalos que recibir. Es más, había decidido que el momento apropiado para acabar por fin con mi asfixiante vida iba a ser exactamente a las doce de la noche, coincidiendo con la llegada del nuevo año: mi muerte merecía estar a la altura. Entonces, sobre el puente y con mirada gacha y resignada conté mis últimos números: diez, nueve, ocho, siete… Abajo, otro hombre yacía entre el rocoso acantilado.
Iba de rojo.
Tomado del blog Microrrelatos a peso
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