Después de varios
días caminando a trompicones, se detuvo. Ese ritmo frenético y
constante, ese círculo vicioso inacabable, un día y otro día, habían
acabado con sus fuerzas. Sabía muy bien lo que eso significaba para sus
seguidores que dependían de su ritmo acelerado y de su fuerza para
seguir existiendo: se rendirían también. Esa sensación de ser
imprescindible le había agobiado toda su vida, demasiada
responsabilidad.
—¡Se acabó!
—pensó, abatido, el segundero viendo con impotencia cómo, inevitablemente, se paraban también las otras manecillas.
Sobre la autora:
Isabel María González
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