Abrió la tapa de la casa (un tejado rojo y plomizo de antes de la guerra mundial), metió las dos manos y sacó a dos muñecos, les peinó el pelo, les atusó las ropas, pasándoles un cepillito diminuto. De entre todas las exquisiteces que su padre le había traído de Viena, la casita victoriana era la más hermosa,no obstante, Alberta pensó en la prótesis de un niño judío y se la lanzó al perro. Los dos muñecos se miraban. Yo volví el rostro al centro de la casita.
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