
Carol sigue ahí: ojos vacíos, labios entreabiertos, un collar tan gris como la piel de su cuello.
Ella conocía al homicida, pienso. Por eso lo dejó acercarse.
Y ahora Carol, tiesa, echa raíces en el adoquinado.
Vuelvo a mirarla. Intuyo que el vistazo me aclarará las ideas.
Nada. Ni móvil, ni arma, ni testigos.
Nada, Carol, salvo esta certeza: nunca debiste confiar tu hermoso cuello a la tenacidad de mis manos asesinas.
Daniel Aloisio
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