El hombre se baja del auto para auxiliar a la persona que acaba de atropellar. No hay nadie en la calle; la noche pareciera girar en derredor de esos dos cuerpos: el caído a un costado y el que mira con desesperación. Se dice a sí mismo que lo mejor será colocarlo en el asiento de atrás del coche, pero para eso debe levantarlo con suavidad infinita. Reconoce entonces a un viejo compañero de escuela al que una vez odió por haberle quitado su primera proyección amorosa. ¿Será posible? Es él. No puede ser otro. Los años pasaron, pero lo esencial de aquel rostro se mantiene.
Entonces piensa. ¿Fue en verdad un accidente? ¿Acaso, en medio de la noche, no pudo haber reconocido a su antiguo contendiente y atropellarlo por su viejo rencor?
Hay un hombre caído y otro que mira. Segundos después, el auto arranca.