En su camerino, alejada ya del escenario, con el eco de los aplausos resonando aún en sus oídos, rodeada de rosas, la Gran Actriz comienza a despojarse de su papel.
Fuera la corona, la peluca, las alhajas; fuera el vestido pomposo con el que, poco antes, hizo creer a todos que era una verdadera Reina. Le toca luego despedirse de los guantes, mientras el miriñaque que dio forma a la abultada pollera de terciopelo azul la deja salir de su jaula. Ya descalza, retira de sus piernas la falsa piel sedosa de las medias. Es ahora el turno del maquillaje: pestañas postizas, sombras, rubores, el encendido corazón de los labios, todo es retirado, desvanecido, deshecho. Un gran silencio cae sobre el camarín. Pétalos suicidas se desprenden de los ramos.
Y, sobre el espejo, solo se refleja una ausencia.