Borges y Kafka caminaban por una calle cualquiera, tal vez en Ginebra, Praga o Buenos Aires; a los efectos de esta historia es irrelevante. De pronto, de un edificio en ruinas, sale un monstruoso insecto acorazado.
—¡Gregor! —exclama Kafka.
—¿Es Gregor Samsa? —pregunta Borges.
—En efecto, pero está muy desmejorado.
—Amarillo. Sospeché desde un principio que estaba enfermo de ictericia o por lo menos de una enfermedad hepática.
—Nada de eso. Está cubierto por la arena que cae de uno de sus libros.
—No sea ingenuo, querido Franz. Si mis libros sangraran arena alguien se ocuparía de comercializarla como si fuera oro en polvo.