Sin querer ser uno más comenzó a jugar con pequeñísimas esferas desprendidas de su propio cuerpo. Así se creaban torbellinos de diferente densidad, que se unían en formas brumosas. A sus espaldas se condensaba la sombra infinita.
Las nebulosas se retorcían, nacían estrellas, planetas y vida. La obra se desplegaba cada vez más desde la punta de los dedos, y Dios decidió descansar en aquél planeta donde las criaturas sabían sonreír y cantar. Acomodó sus huesos bajo un árbol, pero los ruidos bestiales le molestaban. Rodeó el tronco con sus brazos, pero sus músculos degenerados por manipular pequeñeces, no lograron moverlo. Resignado besó la corteza y deseó el fin del mundo. Una a una las esferas y las almas que lo constituían se fueron deshaciendo, así creó el tiempo, y hasta que el tiempo termine, él dormirá en los agujeros negros del árbol sin raíces de las galaxias.
Sobre el autor: Claudio Leonel Siadore Gut
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