—¿Me puede avisar cuando llegue a Crisóstomo Lafinur, por favor?
—Estamos ahí —me respondió el colectivero.
Me bajé con reluctancia, con la niebla no distinguía nada. Pasó un caballo rengo por delante de mí y apenas lo vi cuando él se asustó por mi presencia. Daba pena oirlo galopar sobre la piedra del adoquinado. Oí gritos, improperios, hasta tiros hubo. En el silencio que siguió vino alguien con la cara del colectivero que, mirándome, me dijo:
—Usted está muerto.
Héctor Ranea
No hay comentarios:
Publicar un comentario