Se bajó sin ninguna ceremonia del aparato motorizado que la trajo, me señaló cómo había venido (yo la vi desnuda) y en una hermosa elevación de la playa se puso a cantar como una quimera.
—Las quimeras no cantan —le dije, pues la tenía demasiado cerca y me aturdía, a decir verdad—. Más bien debieron rugir como leones.
Ella me tomó una foto y llevó la máquina a su vehículo. En segundos trajo el resultado. Yo yacía sobre mi espalda con las marcas de sarna de los de mi especie que había tratado de maquillar. Antes de que pudiera atinar a hacerle algo a esa mujer desnuda, ella me puso la bota sobre el esternón.
—Me quita el oxígeno —grité, ya en agonía.
—Tu foto sepia no nos engaña, maldito. Pero no llores, sólo te llevaré para curarte. Después, ¿qué importa tu después?
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Héctor Ranea
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