Supongo que no nos amamos demasiado. Él fue la juventud, la amabilidad, el sentimiento pero, la verdad, los dos queríamos otra cosa. Tal vez aventura, sexo y borrasca en nuestras vidas suburbanas. No nos movimos, en cambio, de la aldea. Él en su pequeño cuartel de madera y lata, con la rutina a cuestas. Yo, con este aspecto pueril, esperando escapar.
Aquella tarde nada lo amilanó para seguirme por el sendero a casa de la curandera. Reconozco haber pronunciado una frase imprudente, pero no para tanto, al sorprenderme ahí. Debía estar ayudando con las cabras en el valle.
Tal vez venía por su caricia del día. Tal vez había decidido que lo nuestro pasase a la fase sexual y por eso quiso violarme. Pero los lobos no son ni fueron mi objeto erótico, así que le pegué dos tiros. Todo se acabó, francamente, con tristeza.
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Héctor Ranea
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