Subí al bus galáctico con dificultad. El conductor, un jiliriano de piel con escamas como monedas y cinco ojos pedunculados, me miró con acritud, me parece. Resoplé observando a mi alrededor; los pasajeros pertenecían a tantas especies diferentes que sería imposible enumerarlas y los asientos tenían manchas de las sustancias más extrañas que pueda imaginarse. Cuando pude respirar normalmente, dije:
—¿Me deja en Rigel 3?
—No —dijo el conductor—; tiene que tomar el ramal verde; este es el amarillo.
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