Después de comer tomamos café. Era raro observar cómo una mantis religiosa que pesa cincuenta kilos le pone azúcar a su taza y revuelve. Nunca sonrió. Tampoco reaccionó a mis chistes sobre política, pero me gustó permanecer en silencio y observarnos. Aunque, por momentos, creí que miraba el mantel. Seguramente, su constitución le otorga todo un extraño panorama del mundo. Novedosos sentidos que bien pudiesen explicar el por qué permitimos que nos gobiernen como a un rebaño de ovejas. Chasqueó el aparato masticador y, creo yo, me terminó por sonreír. Pero tampoco me puedo quedar con el significado enigmático de esa mueca. Con un español perfecto me dejó pensando cuando me dijo que no comprendía por qué estropeamos el planeta y que el siguiente lugar habitable se encuentra muy lejos. Se levantó y dejó propina: me sentí un estúpido cuando la camarera me preguntó en qué pensaba.
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Cristian Cano
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