—¿Una araña que vuela? ¡No seas tonto! No existe un animal así. Dormite —dijo ella con fastidio.
Mientras, una araña voladora estaba transportando su cama, con ambos dentro, al nidito tibio donde había puesto trescientos huevos y un huevo. Él sonrió calladamente: “Cuando se dé cuenta, mi mujer se va a tener que callar la boca esta vez”.
Sobre el autor: Héctor Ranea
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