La Adivina, tendenciosa, sentenció con voz de soprano incandescente:
—Leamos el hígado de la cabra última nacida.
—Serás una maestra augur, pero necesitamos arúspices —dijo Basileo, el Presidente del Consejo.
Ella movió su enorme falda plisada, haciendo con el frufrú que todas las cabras lanzaran leche a los ojos de los maestros carniceros.
—Las cabras no parirán —eso está escrito en Taygeta. ¿Acaso no lo veis?
—¿Adivinas con las estrellas? ¿Cuándo cursaste Astrología, bruja de barrio? —espetó Gorilio, el mata bueyes, en forma tan ordinaria que la Adivina enloqueció; fue al pico espiral, escarpado como la copa de la Constitución y se lanzó. Con su voz, la cantante lanzó una maldición que duró siglos en ser borrada: seguimos sin poderle leer el hígado a las cabras. Alguien tendrá que enseñarles a escribir con mejor caligrafía.
A propósito, la Adivina no se mató. La falda la protegió durante la caída.
Sobre el autor:
Héctor Ranea