Cuando se despertó (apenas habían
pasado las seis) vio que nevaba sobre Buenos Aires.
A diferencia de lo que había imaginado
años atrás, la gente no moría una vez que los copos se acercaban
indefectiblemente a la piel. El diariero se frotó las manos y miró
la tonalidad blanquecina del empedrado; un anciano tocó la alfombra
helada con su bastón y dejó una marca.
Sin embargo, la nevada era mortal. Él
lo sabía mejor que nadie.
Oesterheld salió a la pequeña calle
de Vicente López. No se abrigó demasiado: la misma campera de todos
los días, el pantalón de pana. En una semana empezaría abril. Pensó en sus hijas. Tosió.
Las casas todavía estaban a oscuras.Acerca del autor:
Cristian Mitelman
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