Para Juan su casa era un infierno. Por eso decidió incendiarla un día. Roció gasolina sobre los objetos inflamables y prendió una cerilla no sin antes poner un pie fuera. No avisó. Miró cómo se incendiaba y luego, cuando el fuego se hubo consumido y el humo difuminado, volvió a entrar. Entre escombros se sentó y miró los restos del lugar. Estaba cómodo, contento.
Repentinamente, el teléfono comenzó a sonar. Juan se alarmó pues pensaba que la línea telefónica también se había quemado. Contestó el aparato destruido y escuchó los gritos. Colgó inmediatamente.
El teléfono sonó nuevamente.
Juan lo ignoró, estaba cómodo, no quería ser molestado. Sudó. El teléfono repiqueteaba. Lo azotó contra la pared hasta destruirlo. El ring-ring continuaba. Cortó el cable en mil pedazos. Siguió sonando. Se sentó, suspiró.
—Debí dejar que mis padres salieran —se dijo—; debí avisarles antes de incendiar la casa
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