Trepé al castaño y observé sin pestañear: en un hueco del tronco, algo se movía, me miraba. Reconocí mi propio rostro, oculto. Abrió la boca. Me deslicé por ese conducto de humedad y ecos. Caí en un extraño páramo de arbustos torcidos. Caminé; lo dúctil de suelo me desagrado: era piel humana, el horizonte entero. Corrí hacía los arbustos. En cada uno, descubrí deformada, mi propia persona. Y en la luna, mi faz, inmensa, grotesca, espiándome. Un viento furioso: mi voz en alaridos. La luna acercó sus fauces a la tierra. Todo se estremeció en atroz agonía.
Sobre el autor: Jesús Ademir Morales Rojas
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