Cuando Ray Bradbury publicó sus Crónicas marcianas, Yru B’Darbyar, un dragador de canales de Sirte Major, casi se muere de envidia. Trató de refutar al californiano con sus Anacrónicas terrícolas, pero sólo logró ser el hazmerreír de los recolectores de basura de su planeta. Testarudo como buen marciano, viajó a la Tierra haciendo nave-stop y adoptó una nueva identidad que le permitió trabajar de proxeneta durante varios años, sin llamar demasiado la atención. Un día, caminando por las calles de Exeter, Nuevo Hampshire, se cruzó con un escritor principiante y le tiró un par de ideas.
—¿Le parece que el público aceptará semejante bizarría? —dijo Dan Brown abriendo los ojos desmesuradamente.
—¿Usted creería que soy marciano?
—No.
—Entonces mire esto. —B’Daryar mostró un par de cosas que ocultaba bajo la ropa—. Creer o reventar.
—Creer o reventar —aceptó Brown. Y fue corriendo a escribir la novela.
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