El pibe de la esquina no dejaba de cabecear el aire, como si de esa manera alguien se apurara para complacerlo. Por un lado una voz le sugería paciencia, a esa hora la frecuencia de circulación del colectivo disminuía. Por otro lado, otra voz le imprimía impaciencia, los cabezazos volvían.
El colectivo no acusaba presencia y las voces no daban tregua. Más tarde, este aprendiz de ventriloquía, caería en la cuenta que no contaba con las monedas suficientes para ambos.
Sobre el autor: Diego Planisich
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