Había pasado tanto tiempo, desde que K intentaba tramitar ese asunto en el Castillo infructuosamente, que un día comenzó a sospechar que el tiempo mismo estaba en contra del éxito de su tentativa. Desconfiado desde entonces, llevaba siempre consigo un martillo, y cada vez que un reloj suyo perdía la hora, K lo hacía añicos sin titubeos. Un día, luego de innumerables golpes, se dio accidentalmente en la mano. Y entonces K cayó al suelo, desmoronado en fina arena.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario