—Hola; venimos por lo bailado —dijeron los tres tipos, altos como roperos, fuertes como gorilas, casi al unísono.
—No entiendo —contestó o quiso contestar el perdulario—. ¿De qué carajo hablan?
—Hace un tiempo usted pidió que le quiten lo bailado. Venimos a quitárselo.
El
interpelado se echó para atrás, con las manos sobre la barriga y la
boca abierta hasta casi morderse las orejas y comenzó a carcajearse.
—¿Quién los manda? —logró decir en un instante—. ¿Es una joda?
—¡Ma
qué joda! —dijeron los tres, y le arrancaron violentamente lo bailado.
Como lo único bueno que había hecho fue bailar, se quedó casi sin nada.
Solo lo suficiente como para permanecer todo el tiempo llorando, sin
despertar.
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Héctor Ranea
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