—Me sentí como una ráfaga, un parpadeo —dijo Robustiano Apicciafuocco, carnicero, ciento treinta y siete kilos en cueros, luego de su primera clase en el estudio de danzas de Madame Olga Alexandrovna Bolshovskaia.
—El ballet no es para usted —respondió la profesora pronunciando las palabras con su pedregoso acento adquirido en Kazán—, dedíquese a la ópera, pero jamás abra la boca sobre el escenario. Le recomiendo Aída…
—¿Aída es su amiga? —dijo Robustiano, recuperando las ilusiones.
—No, no es mi amiga. —La rusa dio media vuelta y al exponer sus cuartos traseros desencadenó la tragedia.
Al día siguiente, de las gancheras del mercadito “El lago de los cisnes”, colgaban unas piezas que Robustiano ofrecía como “delicada carne del Volga”.
—¿Será tierna? —preguntó doña Eulalia.
—Cuando la coma —contestó el carnicero— sentirá que una bailarina clásica danza en punta de pies sobre su lengua y le acaricia el paladar.
Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman
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