—Me recluiré en un monasterio —juró el gran tenor cuando supo que la afonía que nació el frío día en que te marchaste era irreversible.
Nadie volvió a oír su voz, salvo los pájaros que anidan en el campanario y tú que desde entonces no dejas de escuchar los ecos atrapados en la copa de champagne y en la fina bandeja en que la apoyas mientras te maquillas frente al espejo de tu camarín antes de salir al escenario.
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Fernando Puga
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