Busqué cobijo a la sombra del casco de una nave encallada. En la oquedad de ese vientre un aire fresco y húmedo me dio una súbita calma. Así me dormí, en la boca del Río Gallegos.
Despertándome pude oír los cangrejos repiquetear ciegos contra el casco, contra los cantos rodados, buscándose entre sí en la oscuridad del centro del barco semihundido.
Instintivamente me aparté de ese desfile de córneas rojas y pinchudas que buscaban la marea alta de la noche del equinoccio. El agua ya estaba tan fría que ni siquiera podía temblar.
A la luz de la Luna llena, una milésima de segundo antes de dormirme, vi que el dinosaurio ya estaba allí.
El autor: Héctor Ranea
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