Sin pensarlo, respondí con energía a desafío de la física. Trepé los escaños en diagonal al suelo, desafiando la lógica euclidiana e inaugurando otra, imprecisa y ambigua. Me quité la máscara y dejé que la corriente fría que venía de la claraboya refrescara las magulladuras de mi rostro. Mientras forcejeaba con mi propia naturaleza, los pesados dardos que lanzó mi oponente golpearon mi cuerpo con eficacia. Pero no tardé en descubrir que no enfrentaba a un joven samurai, diestro como un héroe y zurdo como el demonio, sino a un monje de setenta años, solo sustentado por su fe. Nada estaba perdido, comprendí, y me lancé sobre él sin calcular. Separados por un puño, me consolidé sobre la última viga y lo insulté de arriba abajo.
—¡Hijo de puta! ¡Sorete de cerdo! ¡Llaga purulenta!
Él bajo los brazos y se puso a llorar. Su dios lo había abandonado.
Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman
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