El telegrama se interrumpe acá: estoy obligado a recorrer los hospicios para averiguar desde dónde me mandé este telegrama. Por lo viejo que es, debo ser joven cuando me lo mande, si acaso viva todavía, porque los muertos escriben diferente sus telegramas. Y, si acaso hubiera estado muerto, será difícil que los lea correctamente, pues lo primero que se seca a los muertos son los ojos y sin ojos no leemos. Lo segundo en secarse son las cócleas, y sin ella no escucharé al cartero cuando traiga mi telegrama: los muertos son sordos. Escríbeme, me digo, al mismo lugar de siempre: en la tumba no me cambian domicilio. Y, si me escribes, que no sea desde el hospicio en que me internaron: no tienen cartero, los telegramas los trae un cuervo que no reparte más de tres al día para no oscurecer menos las noches de verano.
Héctor Ranea
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