Caímos a la velocidad de un rayo. Nos encendimos, fuimos incandescentes por una fracción de milisegundo, estábamos escritos en grafito, inscriptos en la roca ardiente mientras se convertía ella misma en lava en su caída. E hicimos impacto en una atmósfera densa, amarilla como el cobre, turbia como la leche, violenta como tu voz en la penumbra clamando por el amor que te juré hace mil años y tres años. En la piedra que cae, un corazón que tiene nuestros nombres viene como mensajero de un planeta que ya no tenemos, evaporado de los mapas, errante en la galaxia en forma de guijarros que, como este, desaparecerá en poco menos de dos segundos.
El autor:
Héctor Ranea
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