El rostro de Pelugro se eternizó en una mueca antinatural, excesivamente impávida. Sus ojos azules, pegados con un adhesivo barato, apenas parecían humanos. Sin embargo, los desteñidos paseantes, que contemplaban las vidrieras del centro comercial ni siquiera reparaban en él. Eran las seis de la tarde y las luces de los escaparates comenzaban a encenderse.
—¡Actúa de una buena vez, imbécil! —El jefe pretendía que Pelugro abandonara la parálisis que lo aquejaba—. ¡Mata unos cuantos, para que sepan que esto es en serio!
Pelugro extrajo el arma del abrigo y apuntó con cuidado a la cabeza de una niña. Pulsó el botón de encendido… y no ocurrió nada. Harto de fracasar, arrojó el instrumento al suelo y lo pisoteó sin miramientos.
—¡Así no se puede! —exclamó—. Les dije mil veces que sin presupuesto no se puede invadir otro planeta y pretender que las cosas salgan como corresponde.
Sobre el Autor:
Sergio Gaut vel Hartman
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