Este año he notado al abuelo especialmente cansado. Confieso que me preocupa. No tiene mal aspecto físico, siempre lo he conocido con la cara surcada de arrugas y ese ligero encorvamiento que lo lleva a ensimismarse mirando al suelo como si temiera pisar mal. Parece más un problema de actitud, de tristeza, de carga invisible.
Como cada año en Nochevieja, desaparece de la sala unos segundos antes de medianoche, con la excusa de ir al baño. Nunca está presente durante las campanadas. Regresa cuando todos hemos brindado y gritado y besado a todo el que tenemos cerca. Y lo hace un poco más erguido, más sonriente, más ligero. Y yo, al mirarlo, recuerdo el día que el Trufas, en el cole, me dijo muy serio, y al oído, que los Reyes eran los padres.
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