El niño imaginó que el dinosaurio lo miraba. Era enorme, rosado y risueño.
El infante se durmió, pensando en el animal.
Cuando despertó, el dinosaurio aún estaba allí. «¡Es real, es real!», gritó el pequeño, pero nadie le creía. Es más, nadie parecía escucharle. Esto le preocupó.
De pronto, la gente que vivía en su casa se transformó en bestias, verdes y escamosas.
El chico se aterró ante lo que acontecía, gritó y lloró con todas sus fuerzas. Al quedar agotado, sintió que su ser se hacía esponjoso como la gelatina. No se explicaba qué ocurría.
El dinosaurio le miraba con fijeza.
En cuanto comenzó a diluirse el niño comprendió lo que pasaba: el reptil lo dejaba de lado y se aprestaba a idear un nuevo amigo imaginario.
Sobre el autor: Carlos Enrique Saldivar
Lima, febrero de 2009
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