Apuró el vaso, respiró hondo y, disimulando su mirada belicosa, movió la torre. “Ahora tú”, indicó ella. No se atrevió a mirarla a los ojos. Atenazado por el recuerdo amargo del fracaso, se rascó la pierna mientras el sudor patinaba por su rostro. Observó incrédulo la disposición de las piezas en el tablero: no podía entender tan magno desacierto. Era su turno, el instante tantas veces soñado. Sus dedos temblorosos desplazaron el alfil y, astillando el silencio, musitó las dos palabras mágicas. Ella alzó su cuerpo de forma impulsiva. La sombra de su enorme anatomía, reflejada por la luz blanquecina de las bombillas, eclipsaba el cuerpo diminuto del hombre. Éste, cabizbajo, empezó a rebuscar entre los bolsillos del pantalón. Moby-Dick estalló en sollozos. El Capitán Ahab, acariciándole el rostro, le ofreció caramelos.
© Xavier Blanco 2012
Tomado del blog Caleidoscopio
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