Entre distorsiones alcohólicas, láser verde y música para encuerarse, el hombre abrió su cartera y sacó dos billetes de obscena denominación. Cuando el mesero recogió las botellas vacías de cerveza del gabinete privado que ocupaba, alzó el dinero y pidió que le mandaran dos chicas. Estaba aislado del resto del tugurio únicamente por unas horrendas cortinas blancas. Aparecieron dos carnientas mujeres que al poco tiempo lo besaban en la boca y manoseaban su entrepierna. Participando al fin en su fiesta privada, el sujeto lamió la sudorosa piel de una de las desnudistas; sintió cómo bajo la lujuriosa acción de sus papilas gustativas esa epidermis se desprendía con un sonido húmedo y desgarrante, revelando la capa inferior de escamas verduzcas, grandes y opacas. No vivió para disfrutar la súbita sobriedad provocada por el miedo. Una víctima más del ataque de las strippers cocodrilo.
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Amílcar Amaya López
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