Todos apretujados en aquel enorme congelador que era la casa de los abuelos nos peleábamos, como cada noche, por la ventana. Ya eran las nueve y ellas pronto se irían a dormir. Ver sus siluetas a través de las cortinas mientras se ponían el pijama, era lo único que conseguía caldear el ambiente en aquella habitación que compartíamos todos los primos, y la causa directa del insomnio que nos mantenía charlando hasta las tantas, y no los inhumanos ronquidos del abuelo, que escuchábamos de fondo como un hilo musical distorsionado y lejano.
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