Reconozco que hizo un trabajo perfecto, que soy la copia exacta, que puso su alma para delinear, línea por línea y rasgo por rasgo, la copia exacta de su rostro. Se vanagloria de ello y me expone en toda galería que se lo permita. Soy su orgullo, su obra maestra.
Yo, por el contrario, empiezo a sentirme a disgusto con él. Las arrugas han empezado a instalarse en su rostro y el blanco a dominar el color de su cabello. Su mirada tampoco es la misma: la amargura prevalece. No sé hasta cuándo siga con él porque ese aspecto decadente empieza a afectar mi ego.
Me consuela pensar que con su muerte llegará mi libertad.
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