Abro la puerta de calle y mi instinto presiente la celada. Con movimiento mil veces practicado por cada uno de mis personajes, desenfundo la pistola y trepo las escaleras con mis sentidos en alerta. Subo sigiloso para evitar que me descubran.
Giro suavemente la llave. Entro. Oigo un ruido escalofriante. Mi corazón late apresurado y un sudor frío y viscoso resbala por mi frente. Hay olor a sangre.
Respiro profundamente y me lanzo decidido. Con mi brazo dibujo un arco apuntando en todas direcciones. Una mano levantada empuña un cuchillo.
Grito.
La mano se detiene, mi mujer me mira perpleja y deja caer el pollo que está trozando. Mientras miro azorado la carne sobre la mesada, humillado por su risa, me digo que ya no debo escribir tantas novelas policiales.
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