Se sonroja aun antes de que se abra la puerta. Paradita en el umbral, ella lo mira de arriba abajo: una mano en la espalda, la otra con el ramito; el balanceo de las piernas barriendo las hojas amarillas que se amontonan en la vereda; la cara como tomate pintón. Lo ilumina ella con su blanca sonrisa y el rojo de él va virando a un rosa pálido. Lo invita a pasar, más con el gesto que con las palabras. A él se le enredan en la boca.
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