LA SENTENCIA
Eduardo Abel Gimenez
La sentencia estaba entre los pliegues de una servilleta de bar. El juez jugaba con un rompecabezas infantil, de los que venían tiempo atrás en los huevos de chocolate. Hacía calor. Afuera, una nube con forma de conejo venía desde el río: se veía por la ventana alta, más allá de los barrotes. Un hombre tosió. Los abogados se miraron de reojo. En la pared, junto a la puerta de entrada, alguien había escrito “pija”. Entre quienes estaban de pie, una mujer se balanceaba sin apuro, apoyándose en las puntas de los pies, en los talones, en las puntas, en los talones. Los que tenían miedo se distinguían de los que no por el color de la ropa. En el silencio de la sala se entrometió la alarma de un auto distante, que aullaba como si fuese lo único en el mundo que merecía atención.
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