EL ÓBOLO
Jacinto Deleble Garea
—No es con monedas que pagarás el viaje.
—Pero tenía entendido que…
—Sandeces de rapsodas borrachos. ¡Qué sabrán ellos! ¿Conservas la llave? —El soldado le miró perplejo—. La llave que cerró tu alma.
—¿Te refieres a… esto? —Sostenía en alto su amuleto, el casquillo de la primera bala que disparó.
—Sube.
La sombría multitud comenzó a registrar sus vestiduras.
Por las callosas manos de Caronte fueron pasando abalorios de todas clases: anillos, talonarios, diversas prendas de ropa, martillos de juez, plumas, escalpelos, viejas fotos… e incluso alguna moneda.
—Yo no traje nada —dijo un hombre elegante de cara de hurón.
La incandescente mirada del anciano le acuchilló hasta lo más hondo.
—Hiciste carrera política. —No era una pregunta.
—Sí, yo…
—Promete que me pagarás.
—¡Juro que lo haré! —mintió.
—Sube.
—Pero tenía entendido que…
—Sandeces de rapsodas borrachos. ¡Qué sabrán ellos! ¿Conservas la llave? —El soldado le miró perplejo—. La llave que cerró tu alma.
—¿Te refieres a… esto? —Sostenía en alto su amuleto, el casquillo de la primera bala que disparó.
—Sube.
La sombría multitud comenzó a registrar sus vestiduras.
Por las callosas manos de Caronte fueron pasando abalorios de todas clases: anillos, talonarios, diversas prendas de ropa, martillos de juez, plumas, escalpelos, viejas fotos… e incluso alguna moneda.
—Yo no traje nada —dijo un hombre elegante de cara de hurón.
La incandescente mirada del anciano le acuchilló hasta lo más hondo.
—Hiciste carrera política. —No era una pregunta.
—Sí, yo…
—Promete que me pagarás.
—¡Juro que lo haré! —mintió.
—Sube.
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