QUE NO TE CHAMUYEN, QUIMONO
Carina Maguregui
Cuando escribía lo hacía casi en trance, como si toda yo fuera un espacio atractor de voces que llegaran a mí para atravesarme con el único propósito de ser registradas. En esos momentos mi cuerpo-mueble era sacudido por las vibraciones de un temblor que, supongo, tendría sus orígenes en el inconsciente, aquel fluido progenitor de esas otras palabras.
Pretendía huir de la oralidad de la vida a la que encontraba tremendamente banal. Me aburrían las conversaciones porque —salvo casos excepcionales— eran montones de palabras mal apiladas que no decían nada o se enredaban de tal modo hasta transformarse en trampas.
Desconfiaba de las palabras dichas al aire porque no quedaban pruebas de su decir, se diluían en el oxígeno y se perdían como si nunca hubieran sido pronunciadas.
Pretendía huir de la oralidad de la vida a la que encontraba tremendamente banal. Me aburrían las conversaciones porque —salvo casos excepcionales— eran montones de palabras mal apiladas que no decían nada o se enredaban de tal modo hasta transformarse en trampas.
Desconfiaba de las palabras dichas al aire porque no quedaban pruebas de su decir, se diluían en el oxígeno y se perdían como si nunca hubieran sido pronunciadas.
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