Apenas apoyó su cabeza en la almohada, Borges soñó que se encontraba con Lovecraft en la terraza de un palacio de una ciudad crepuscular. En ese lugar Kafka era un apuesto muchacho que cortejaba y seducía a las damas más bellas, Beethoven no era sordo, Baudelaire trabajaba en una oficina de correos y se casaba con Amandine Aurore Lucile Dupin, en otros ámbitos conocida como George Sand, y él no se estaba quedando ciego. El escritor de Buenos Aires era feliz y se lo dijo al taciturno y sombrío constructor de abominaciones de Providence. Pero este no tardó en arruinarle la celebración.
—Estas caprichosas fantasías de su mente —dijo Lovecraft—, pertenecen al mundo de sus sueños personales y no al mundo onírico común; no existen, por lo que le aconsejo que no intente escribirlas. En todo caso, deje esa tarea a algún narrador menor, incapaz de soñar sueños verdaderos.
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